Oscar Bottinelli la vio venir desde antes de que se aprobara la reforma electoral de 1996: ésta duraría lo que un lirio. Ta bien, dudo que esa flor dure catorce años, pero la comparación sirve igual: es poco para un sistema electoral. "Aprendiz de brujo" y "caja de Pandora" son algunos clichés que se aplican con total exactitud a la reforma. Los impulsores no se tomaron el esfuerzo de consultar a especialistas en el tema, y optaron por toquetear la cosa usando ojímetro como único instrumento de medida.
Aunque la reforma era impulsada inicialmente por todo el sistema político, terminó convertida en un intento desesperado de los partidos tradicionales de aplazar el ascenso del Frente Amplio al Poder Ejecutivo. Elecciones pseudo-internas, balotaje, departamentales separadas de las nacionales, todo sirvió para contenerlos mientras la crisis asiática se demoraba en llegar a Uruguay. Pero también generó efectos secundarios (campaña electoral inútilmente larga, períodos muertos eternos), y aún más terribles: excesivo personalismo, bibloquismo excesivo y desvalorización del parlamento.
Hoy están hablando de cambiar nuevamente el sistema electoral, y Bottinelli está nervioso de que los políticos vuelvan a intentar arreglar los problemas con alambre y cinta adhesiva. Dice con puro sentido común que primero deben definir los objetivos de la reforma, y con ellos deducir las modificaciones que deben hacerse.
¿Y qué objetivos deberíamos plantearnos? Para mí, son los siguientes:
o- Fortalecer los partidos en detrimento de las personas.
o- Darle más importancia al parlamento y menos al presidente.
o- Evitar elecciones inútiles.
o- Evitar bipartidismos.
o- Separar lo nacional de lo departamental / municipal lo más posible.
Debido a los tres primeros objetivos, las elecciones pseudo-internas deben desaparecer. Que cada partido elija su candidatos a cada cargo como le parezca, como se hace en todo el mundo civilizado: acuerdo de cúpula, votación de la asamblea, elecciones de sus adherentes, o los últimos dígitos de la lotería. Los partidos deben presentarse ante la ciudadanía mucho más unidos que ahora, donde cada aspeirante a un cargo presenta una lista propia en junio. Tres elecciones para presidente son demasiadas, eliminemos una.
Por lo cuarto, el balotaje debe sobrevivir a toda costa. Es la vacuna infalible contra el bipartidismo. Si no hubiera balotaje, todos votarían a uno de los dos partidos con mayor intención de voto en las encuestas, y los demás desparecerían del mapa - a menos que se forme un efímero juego de tres como en 1994.
Por lo tercero y lo cuarto, para que el candidato a presidente del partido más votado en primera vuelta sea proclamado ganador, debería bastar con que ese partido consiga la mayoría absoluta de bancas en ambas cámaras del parlamento. Habría balotaje en caso contrario, preferentemente tres semanas después y no cuatro o cinco como ahora. Criterios como obtener un 40% ó 45% de los votos y una diferencia cómoda con el segundo serían incapaces de prevenir bipartidismos.
Por lo quinto, las elecciones departamentales y municipales deberían celebrarse entre dos y dos años y medio después de las nacionales. Así, éstas tendrían una campaña claramente local como no ocurriría si tuvieran lugar al mismo tiempo que las nacionales. Además, se evitaría el tiempo muerto entre la asunción del Poder Ejecutivo Nacional y los departamentales.
¿Serán tan inteligentes los actores políticos? Quienes no rezamos, la sufrimos.
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