Desde la primera fase de la Copa Libertadores, yo hinchaba por todos los clubes uruguayos. Vi a Nacional caer en primera ronda agónicamente con bastante dolor. A Liverpool no lo vi ni lo sentí. Vi varios partidos de Peñarol, cada vez más cerca del título y del pase al Mundial de Clubes, y siempre hinché por ellos.
Cuando veía a Peñarol pasar de ronda, yo no tenía el mismo entusiasmo que tuve la década pasada, cuando Nacional era figurita repetidas entre los 16 equipos en la fase de eliminación directa. Pero igual los apoyaba. Mis familiares tricolores no podían creer que tuviera es actitud con nuestros rivales centenarios. Es que antes de tricolor soy celeste, y quería que ellos representaran lo mejor de los uruguayos por esta temporada.
Por eso la pasé espantoso mal en este partido. No tanto porque Peñarol perdiera. De hecho, perdió con total normalidad, con un gol de diferencia y un desarrollo bastante equilibrado. Me siento horrible porque jugó a lo Peñarol y perdió a lo Peñarol, en el peor sentido de la palabra. Metieron patadas criminales, protestaron cada cobro, y remataron la faena agarrándose a las piñas con decenas de personas.
Y la vergüenza no es por ser hincha mirasol, que no lo soy. Es porque por ellos el mundo nos mira a los uruguayos como una tribu salvaje. Nos representaron de la peor manera en uno de los espectáculos más masivos de la historia. Pero es más vergonzoso para mí que mis compatriotas sean esos monstruos, que con la excusa de jugar a la pelota hicieron todo lo posible para demostrar su violencia. Y sé que a mi alrededor tengo a miles de uruguayos como ellos, que visten esos u otros colores, y que festejaron las barbaridades en vez de las atajadas del arquero y los remates de los delanteros.
Al cuartito, y que lo tranquen por un buen rato.
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