En un pueblo remoto vivía una joven muchacha, que no exactamente agraciada mas sí la más graciosa que se recordara en la región. Cada mañana, ella se subía a un pequeño estrado de la plaza del pueblo y exclamaba a los cuatro vientos algún disparate. "Don Tacaño me acaba de jurar que hoy regala todas sus papas", anunció solemnemente una vez. Todos los pueblerinos reían sonoramente a los pocos instantes, porque sabían que el mencionado feriante vendía sus productos más caros que sus colegas y jamás daba yapa.
"¡Un hombre que está aquí con nosotros quiere ir a la luna!", dijo la moza otra mañana ante las risas de la multitud. Un fornido brazo que se alzó enseguida generó aún más carcajadas, incluso de la propia muchacha. "A partir de mañana, el sol saldrá por el noroeste y caerá por ese mismo lado", "el chico lustrabotas quedó embarazado", "el gobernador prohibió pintar las paredes de las casas de color blanco"... Cada mañana, todo el pueblo festejaba las ocurrencias de la joven.
Rara vez se ausentaba de su tierra natal. Las contadas ocasiones eran aprovechadas para la humorada siguiente. Una vez que volvía de la ciudad grande, dio una inusual noticia: "Acabo de enterarme que se ha demostrado que la tierra no es plana, ¡sino redonda como una pelota!" Enseguida, el gallego de la taberna retrucó en medio de las sonrisas: "¿Vieron que tenía razón? Y para algún lado seguro que se mueve..."
La moza sabía que, cuando sus bromas faltaban a la cita, la gente se sentía desganada y desdichada. Por eso, además de disfrutar de su trabajo -ella se ganaba el pan de cada día de esa manera-, se sentía responsable de la felicidad del pueblo.
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Una noche en que la joven visitaba la ciudad grande, escuchó desde su habitación en la posada la apresurada llegada de un mensajero a la casa del gobernador. Sin dar tiempo a que las escasas personas en vela culminaran de sorprenderse por el inusualmente agitado aspecto del mensajero, el gobernador salió y bramó en plena oscuridad: "¡Se viene la guerra! ¡Todos los hombres presentarse en las puertas con sus armas! !Mujeres, ancianos y niños, escóndanse en los subsuelos secretos!" Los rumores crecieron rápidamente: "Me dijeron que hay veneno cayendo del cielo. ¡Que lo tira el propio enemigo!" "Tienen carros metálicos que se mueven solos y tiran cañonazos increíblemente destructivos, o así me dijo la cuñada del herrero."
La muchacha, en camisón y casi en pánico, tomó uno de los tantos caballos sueltos que se abrían paso entre la enloquecida muchedumbre, y cruzó las puertas al galope rumbo a su pueblo a advertir de la emergencia. Sin que el sol terminara de despuntar, la joven cruzó el puente de su pueblo, detuvo la marcha en la plaza, juntó todas sus fuerzas y finalmente gritó: "¡La ciudad grande está por ser atacada! ¡Se nos acerca el enemigo en son de guerra!" Acercándose a la casa del gobernador, que quedaba sobre la plaza, continuó: "¡Señor, por favor, ordene que el resto se prepare y se junte aquí para luchar!"
Algún apagado aplauso hizo eco en la estrecha plaza. Pero la mayoría de la gente apenas había despegado los ojos, y no comprendía la actitud de la muchacha. Algunos protestaron irritadamente: "¡Pero mirá la hora que es!" "¿Podés hacernos el favor de contarte otro chiste más ameno a las nueve campanadas, como de costumbre?" "¡Por una vez callate y dejá de embromar, mocosa!" Quienes apenas podían desperezarse soltaban quejidos inentendibles.
Pero antes de que la muchacha se atreviera a responderles, todos los pueblerinos sintieron un temblor grave que sacudió las casas y los árboles. "¡Al este, miren al este!", vociferó el guardia de la torre del campanario, señalando unas manchas grises que se acercaban vertiginosamente en el pálido cielo.
La joven apenas tuvo tiempo de maldecir el instante en que decidió bromear cada mañana. Y no dijo nada más, porque una enorme ave plateada cruzó el firmamento con decisión y arrojó la desgracia al inocente pueblo.
Moraleja: si nunca demostrás saber hacer algo, nadie creerá que sabés hacerlo.
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